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12 de agosto de 2020

Sobre el racismo

 

Sobre el racismo

(Artículo publicado previamente en La Prensa de Nicaragua el 10/08/2020)

 

Nací blanco, muy blanco. Fui pelirrojo y pecoso, y después de 68 años de vida, 47 de los cuales en el trópico, tengo muy dañada la piel por exceso de radiación solar, y con tendencia a desarrollar cáncer.

Sol en exceso desde niño dice el dermatólogo. Siento orgullo, no por ser blanco, sino por entender la diversidad de las etnias en el mundo entero, y que la tez morena es más apta para tolerar los rigores del sol tropical.

En el colegio habíamos de distintos colores de piel, amigos todos, y recuerdo con gratitud a un compañero que nos invitó a un viaje a Bluefields con su padre. Fue la primera vez en mi vida que vi una comunidad de negros y de amarillos interactuando normalmente en una ciudad. Lo recuerdo, siempre agradecido. Si alguno piensa que decir negro, amarillo, rojo o enanitos verdes es anatema, entonces decir blanco lo es también.


Bluefields




Después del bachillerato fui a la Universidad de Michigan en Ann Arbor a estudiar inglés. Varios de los que habíamos ido a Bluefields estábamos ahí. Vimos en el campus a jóvenes blancas con jóvenes negros y viceversa. Normal.

En Ann Arbor nos encontramos con un nica en su último año. Nos invitó a una fiesta en su casa de estudiantes. Fuimos por supuesto. Era mi primera fiesta universitaria y había de todo. Allá se estaba con lo de la Guerra del Vietnam, la contestación social, el jipismo y la música distinta. No fumaba entonces. Eso vino después.

Uno de los amigos fue a una manifestación de blancos y negros contra la guerra, dispersada por la policía con perros y demás, me dijo. Ni cuenta me di. Yo estaba inocentemente aprendiendo el inglés con una joven como yo, nativa de Detroit, cerca de Ann Arbor. Estudiaba el primer año de drama (teatro) y tenía frenillos. No discriminaba a nadie igual que yo.

A los que estábamos en el instituto de inglés nos asignaron dormitorios con universitarios nativos, para que interactuáremos con ellos en el idioma que aprendíamos. A mí me correspondió un estudiante –blanco– de doctorado en ciencias políticas. Un día llegó un amigo suyo al dormitorio y ambos me revelaron que se iban a Canadá para evadir el reclutamiento militar obligatorio. Estaban en contra de la guerra en el Vietnam, y se fueron, igual que otros estudiantes negros. Era el mes de febrero de 1970, mes de mi cumpleaños número 18, y nevaba.

Años después fui a Nueva Orleans a un postgrado en derecho comparado o similar. En ese entonces la ciudad era mayoritariamente negra por motivos históricos. La discriminación vino hacia mí –de manera inesperada– por blancos locales por aquello de mi acento latino hablando inglés. Es decir, por ser distinto aún si blanco como ellos, o más blanco. Y en Roma, en mis tiempos de la diplomacia, conocí una tríada de jóvenes de Somalia, negras ellas hasta más no poder, y bellas. Una de ellas, la menor, de 20 años, más bella que cualquier blanca que yo haya conocido. Era perfecta.

Ignoro qué sucedió con esas jóvenes cuando regresaron a Somalia. No eran musulmanas y ya sabemos qué sucedió en ese país y aún sucede, como en otros países, por no ser musulmán ortodoxo, aún si del mismo color de piel.

A uno de mis hermanos sus amigos le siguen diciendo negro por afecto, y nadie en la familia se ofende por ello. Por otro lado la discriminación hacia el distinto ha existido siempre, y seguirá existiendo como resabio de nuestra larga evolución de animales territoriales. No es el color de la piel el origen de la discriminación y del racismo, esa es solo una excusa para pretender imponerse sobre los otros por la fuerza. Racistas típicos son Daniel Ortega y Rosario Murillo: el que piensa y actúa distinto debe ser sometido, incluyendo el símbolo de un crucificado, que paradójicamente, de blanco pasó a ser negro carbón.


Después del atentado terrorista