Sobre el racismo
(Artículo publicado previamente en La Prensa de
Nicaragua el 10/08/2020)
Nací blanco, muy blanco. Fui pelirrojo y pecoso, y después
de 68 años de vida, 47 de los cuales en el trópico, tengo muy dañada la piel
por exceso de radiación solar, y con tendencia a desarrollar cáncer.
Sol en exceso desde niño dice el dermatólogo. Siento
orgullo, no por ser blanco, sino por entender la diversidad de las etnias en el
mundo entero, y que la tez morena es más apta para tolerar los rigores del sol
tropical.
En el colegio habíamos de distintos colores de piel,
amigos todos, y recuerdo con gratitud a un compañero que nos invitó a un viaje
a Bluefields con su padre. Fue la primera vez en mi vida que vi una comunidad
de negros y de amarillos interactuando normalmente en una ciudad. Lo recuerdo, siempre
agradecido. Si alguno piensa que decir negro, amarillo, rojo o enanitos verdes
es anatema, entonces decir blanco lo es también.
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Bluefields |
Después del bachillerato fui a la Universidad de Michigan en Ann Arbor a estudiar inglés. Varios de los que habíamos ido a Bluefields estábamos ahí. Vimos en el campus a jóvenes blancas con jóvenes negros y viceversa. Normal.
En Ann Arbor nos encontramos con un nica en su
último año. Nos invitó a una fiesta en su casa de estudiantes. Fuimos por
supuesto. Era mi primera fiesta universitaria y había de todo. Allá se estaba con
lo de la Guerra del Vietnam, la contestación social, el jipismo y la música
distinta. No fumaba entonces. Eso vino después.
Uno de los amigos fue a una manifestación de
blancos y negros contra la guerra, dispersada por la policía con perros y demás,
me dijo. Ni cuenta me di. Yo estaba inocentemente aprendiendo el inglés con una
joven como yo, nativa de Detroit, cerca de Ann Arbor. Estudiaba el primer año
de drama (teatro) y tenía frenillos. No discriminaba a nadie igual que yo.
A los que estábamos en el instituto de inglés nos
asignaron dormitorios con universitarios nativos, para que interactuáremos con
ellos en el idioma que aprendíamos. A mí me correspondió un estudiante –blanco–
de doctorado en ciencias políticas. Un día llegó un amigo suyo al dormitorio y
ambos me revelaron que se iban a Canadá para evadir el reclutamiento militar
obligatorio. Estaban en contra de la guerra en el Vietnam, y se fueron, igual
que otros estudiantes negros. Era el mes de febrero de 1970, mes de mi
cumpleaños número 18, y nevaba.
Años después fui a Nueva Orleans a un postgrado en
derecho comparado o similar. En ese entonces la ciudad era mayoritariamente
negra por motivos históricos. La discriminación vino hacia mí –de manera inesperada–
por blancos locales por aquello de mi acento latino hablando inglés. Es decir,
por ser distinto aún si blanco como ellos, o más blanco. Y en Roma, en mis
tiempos de la diplomacia, conocí una tríada de jóvenes de Somalia, negras ellas
hasta más no poder, y bellas. Una de ellas, la menor, de 20 años, más bella que
cualquier blanca que yo haya conocido. Era perfecta.
Ignoro qué sucedió con esas jóvenes cuando
regresaron a Somalia. No eran musulmanas y ya sabemos qué sucedió en ese país y
aún sucede, como en otros países, por no ser musulmán ortodoxo, aún si del
mismo color de piel.
A uno de mis hermanos sus amigos le siguen diciendo negro por afecto, y nadie en la familia se ofende por ello. Por otro lado la discriminación hacia el distinto ha existido siempre, y seguirá existiendo como resabio de nuestra larga evolución de animales territoriales. No es el color de la piel el origen de la discriminación y del racismo, esa es solo una excusa para pretender imponerse sobre los otros por la fuerza. Racistas típicos son Daniel Ortega y Rosario Murillo: el que piensa y actúa distinto debe ser sometido, incluyendo el símbolo de un crucificado, que paradójicamente, de blanco pasó a ser negro carbón.
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Después del atentado terrorista |