¿QUÉ Y POR QUÉ ESCRIBIR?
La escritura me ha llamado la atención desde mi adolescencia temprana. Estaba de interno en el CCA de Granada, Nicaragua, con mis hermanos, donde mi padre se había bachillerado, igual que mis tíos. Mi padre tuvo una redacción y ortografía impeclables tanto en español como en inglés. Falleció de cáncer en 1993 a los 70 años, como dije en otra entrada de esta ciberbitácora.
Lo que me llamaba la atención en aquella época de mediados de los años 60 era el cómo de la expresión ecrita y no tanto el qué. Es decir la claridad de la redacción con frases cortas, la ortografía y puntuación correctas, la economía de palabras y la capacidad de sintetizar lo que se quería decir. Y lo que se quería decir en ese entonces estaba relacionado con los deberes como estudiante que nos sugería el profesor de gramática. Recuerdo bien que en redacción fui siempre o casi siempre estudiante de 10/10 de puntuación.
Con el pasar del tiempo fui comprendiendo el sentido cultural de la escritura y de esa materia de estudio que se llama filología. No porque soy un estudioso de la escritura, sino porque llegué a interesarme en la expresión del pensamiento. No es lo mismo hablarlo que escribirlo. Hablo mejor de lo que escribo porque la escritura es una actividad meticulosa y lenta para mí. Por eso preferí los exámenes orales a los escritos en la universidad. Me costaba escribir pero no hablar, aunque como adulto me he excedido en la cantidad de expresión verbal en más de una ocasión. Así se nace, o sea, tiene que ver con los lóbulos cerebrales y con los propios estados de ansiedad, según cuenta la sicología moderna. Fue tan así, que cuando mis hijos me preguntaban algo estando pequeños, yo tenía que consultarles si deseaban la versión larga o la corta de la respuesta. ¡La corta! Eso me decían por supuesto. Esos excesos en la expresión verbal ya no suceden. Los he superado por medio de técnicas de comunicación adquiridas en cursos, seminarios y talleres sobre mediación, excepto después de las primeras cervezas, ja,ja,ja.
Confieso que no soy un gran qué para leer literatura en general, lo que he considerado desde hace un tiempo una falla en mi cultura aunque la he tratado de subsanar. Por largos años me he dedicado a los ensayos y cursos de distintas disciplinas. Me gusta aprender, aunque admito que he tenido grandes dificultades para actuar en la familia como si hubiese aprendido algo de lo estudiado de sicología. Y corregir eso no es lo mismo que corregir un escrito. Hay mucho más cuando se quiere a alguien: Las emociones son profundas, y no me percaté en su momento de las consecuencias de mis omisiones, o no me importaron porque estaba mentalmente ausente. Ahora pago, y duro.
Miguel de Cervantes hizo un uso excelso del punto y coma (;) en su máxima novela. Yo ya había descubierto ese signo intermedio de puntuación antes de leer esa obra, y fue una revelación sustantiva conocer que un maestro de las letras castellanas lo usó extensamente en el siglo XVII, sabiendo muy bien dónde y cuándo colocarlo (la imagen de la derecha es solo una alegoría). Y fue desde esa revelación que me esmero en colocar aquí y allá un punto y coma cuando escribo. Es mi signo de puntuación predilecto. Es un gran invención que viene con la invención de la escritura castellana.
El tercer medio ya fue electrónico. Se trató de una Toshiba portátil de 1991 con sistema operativo MS-DOS y MS-Works. Desde entonces me he venido actualizando, sin prisas, en el sistema operativo Windows y en el Office Word. Hoy estoy con Windows 7 y Word 2010. Y como decía, hace algunos años comencé a escribir artículos de opinión y de otro orden para diarios del país. A veces los publicaron, otras veces no; y cuando los publicaron alquien editó los textos. Inaceptable por supuesto, y así lo hice saber. Total que decidí hacer esta ciberbitácora puesto que soy mi único censor, y quizás mi único lector. Y estaría bien. Todos tenemos historias que contar y vendrán otras. Es un ejercicio, y es divertido, y tal vez se interesarán en ellas los hijos y los nietos.